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Una rumba en la que, a veces, no caben todos (Peródico El Colombiano)

-Empresarios aducen motivos de seguridad, en parte, para tal selección.
-Las razones del rechazo no se explican con normas y códigos claros.
-La clasificación de los clientes en algunas discotecas es real.

Así, a ojo, es la selección de la gente que va a entrar a la rumba. Los clientes, en la puerta, se someten a la evaluación del hombre filtro, quien con solo ver, saca conclusiones de si esas personas que tiene en frente clasifican para entrar. A veces, del grupo aspirante a entrar, una sola persona “no cuadra” y los devuelve a todos.

Por
John Saldarriaga
El Colombiano

Seis o siete guardianes -macancanes semejantes a los que custodian a políticos de primera categoría- provistos de micrófono de intercomunicación en diadema, se contaban en la noche del viernes y la madrugada del sábado en las escalas externas de la discoteca Oz.

Ellos eran los encargados de respaldar a un hombre sin musculatura, rubio, peinado hacia arriba, provisto de una camiseta con estampado metálico fosforescente, de cuyo cuello colgaba un collar de semillas de catapis: el encargado de decidir quién entraba a rumbear y quién no.

Extraña sensación la de desear que lo discriminen; que lo rechacen. Parece contraria al ideal humano, cuando casi todos los individuos hacemos esfuerzos para ser aceptados. Pero tal era mi caso esa noche. Preparado para este trabajo de inmersión periodística, acudí a Oz en compañía de mi compañera de andanzas, ambos vestidos de manera sencilla: bluyines, camisetas, chaquetas y tenis. Me dejé la manilla de cañaflecha sinuana (y al ver al tipo aquel con collar de catapis, pensé: ésta será mi pasaporte).

Antes de intentar el ingreso, nos situamos a observar la dinámica de la entrada a la discoteca, en una esquina cercana.

Desde antes de la medianoche, rebaños de hombres y mujeres iban llegando. Pero no podían ingresar tranquilamente, como quien sabe adonde va. El hombre sin corpulencia les salía al paso. Parado un escalón más alto que la acera, les ponía en los ojos su collar. Revisaba a cada uno de arriba abajo y, quién sabe qué parámetros se movían en su mente porque en un santiamén les indicaba el camino hacia el pago del cóver, situado a unos pasos detrás suyo. Y la barrera de guardias se abría.

Pero no todos entraban. De pronto, la mente del hombre filtro se activaba para detener a algunas personas y dejarlas ahí paradas en la acera, a un lado de la entrada, sin importarle un catapis el visible descontento de ellas. Otros seguían entrando sin problema.

Al cabo de un momento, el hombre filtro impidió la entrada a un grupo conformado por dos chicas y un muchacho. Eran tres jóvenes como los demás y sus vestuarios, para uno que poco se inmuta por marcas y estilos, no exhibían mayor diferencia con los aceptados. Ni con los nuestros.

Fue entonces cuando nos decidimos a entrar.

“¿Para dónde van, amigos?”. “A Rumbear en Oz”, respondimos en coro desordenado y palabras desiguales. “No pueden pasar”.

“¿Pero, por qué?”, preguntamos desconcertados, ante la mirada curiosa de los demás rechazados y la alerta de los vigilantes intercomunicados.

“No pueden pasar”.

Y tras la persistencia de mi parte por obtener alguna explicación, el del collar de semillas añadió, sin mucha convicción: “No hay espacio, amigo. El lugar está lleno”. Por mi insistencia, que ya nos hacía fastidiosamente visibles ante los transeúntes, explicó que el sitio estaba tan colmado de gente, que solamente estaba dejando entrar a los clientes habituales. Y no dijo más.

La entrada se hizo más estrecha con el cerrojo construido con la humanidad de uno de los vigilantes.

Si el lugar estaba tan lleno, como decía el otro, ¿por qué seguían algunas personas subiendo las escaleras visibles desde la calle? ¿Algunas personas ocupaban espacio y otras no? Eran las preguntas que nos formulábamos los indeseables. A ellos, esos que de verdad venían a la rumba, se les veía contrariados, aburridos, humillados y ofendidos. Y si muchos no tardaron en irse, el trío mencionado siguió allí esperando que se condoliera ese tipo que ni siquiera les dirigía una mirada.

Cada uno de ellos, como tratando de encontrar justificación a la exclusión, hablaba de su ropa. Y se miraban de arriba bajo. Surgieron anécdotas de amigos que también habían sido rechazados. Alguien aludió a una amiga que había sido excluida dos veces.

No llovía, pero las calles estaban mojadas por un aguacero tempranero, y hacía frío. Sin embargo, una de las dos chicas, bella y bien dotada de atributos, parecía no sentirlo, a juzgar por su breve vestido. Debió pasar casi una hora para que, tristes de ver que la noche se diluía, decidieran marcharse.

Mi acompañante y yo cruzamos la estrecha vía y estuvimos hasta la madrugada viendo la comedia humana. Otras personas fueron detenidas en la acera antes de la una, cuando nuevamente comenzó a llover.

La “gente bien” que entra a la rumba

El lema de Oz y, en general, de Triada era “Only beautiful people” (Solo gente bonita). Lo quitaron. Pero ya dejan entrar “solo gente bien”, según Sebastián Grisales, comunicador. “No bonito, ni feo, ni gordo, ni flaco, ni blanco ni negro. Es el conjunto de la apariencia. Pero no tiene que ser una reina de belleza ni un modelo…”. Y como le costaba trabajo definir con palabras el concepto de “gente bien” decidimos ir la noche siguiente a observar cómo se hacía el filtro. El hombre filtro está entrenado sobre quiénes son los deseables y los indeseables para vivir la rumba en el establecimiento, pero no explicó su método. Fue un administrador, cuyo nombre pidió omitir, quien, tras mostrarse a sí mismo como persona común y corriente, entrada en años y con vestuario sencillo, logró aclarar que allí no entran sino “pelaos”. Que él entra porque trabaja allí. He aqui un factor: la edad. Añadió que el hombre filtro, con solo mirar a la gente, sabe si es del estilo de esta rumba. Señaló que hombres solos no pueden entrar, porque, en general, van a buscar chicas, a molestarlas. “Todo lo que se hace aquí es por seguridad. Para evitar problemas”.