Esto está sonando ahora mismo, pero no puedes escucharlo.

Culture

22 de abril de 2025

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Esto está sonando ahora mismo, pero no puedes escucharlo.

“Nadie puede oírte gritar en el espacio”, decían. Pero lo que nunca nos contaron es que el universo sí tiene voz. No como la conocemos, pero sí como la sentimos.

Desde los anillos de Saturno hasta los campos magnéticos de Júpiter, el cosmos emite vibraciones, pulsaciones, susurros eléctricos que, traducidos a sonido, revelan un paisaje sonoro tan hipnótico como inexplicable. No es un murmullo casual: es un lenguaje, un patrón que se repite con una elegancia matemática, como si el universo no solo estuviera vivo, sino afinado.

Las ondas electromagnéticas que circulan entre planetas, asteroides y lunas son imperceptibles al oído humano, pero cuando las sondas de la NASA las capturan y las convierten en sonidos audibles, lo que escuchamos es casi sobrenatural. El canto de Saturno es grave y profundo, como una garganta cósmica que respira en cámara lenta. Júpiter, por su parte, ruge y cruje con un zumbido eléctrico, como si una tormenta se ocultara en el alma del gigante. Neptuno se comporta como una frecuencia lejana, melancólica, como si hablara desde un recuerdo del tiempo. Incluso la Tierra canta: su voz es una mezcla entre el silbido del viento solar, el latido del campo magnético y el susurro perpetuo de nuestras propias tormentas eléctricas.

Y si los planetas tienen música, ¿qué nos hace pensar que lo demás no la tiene?

Cada ser vivo, cada forma, cada átomo está en constante vibración. Las plantas emiten frecuencias. Los hongos también. Hay grabaciones hechas con micrófonos especiales que captan los chasquidos y pulsaciones de las raíces creciendo, del agua circulando en un tallo, de una flor que se abre lentamente al sol. Es un idioma sin palabras, pero no sin intención.

Incluso nosotros, sin darnos cuenta, emitimos sonidos constantemente. Nuestras células vibran, nuestras neuronas pulsan, nuestro corazón genera su propia música con cada latido. Estamos compuestos por frecuencia. Somos sonido antes que carne. Una melodía individual, única, que se expresa en la forma en que nos movemos, respiramos, pensamos. Somos una partitura compleja en una orquesta universal que nunca se detiene.

Todo lo que existe tiene un tono. Una nota. Un ritmo. Vivimos rodeados por una sinfonía que no se oye, pero que nos atraviesa a cada instante. Desde la danza de los electrones en el núcleo de un átomo hasta el giro lento de una galaxia lejana, la música está en todas partes.

La resonancia no es una metáfora: es la base de la existencia.

Incluso en las culturas antiguas, la vibración siempre fue entendida como un puente entre lo material y lo espiritual. El mantra OM en el hinduismo no es solo un sonido, es una frecuencia que supuestamente contiene el origen del universo. El canto armónico en las culturas tibetanas no es estética: es medicina. Y en el corazón de todo ritual chamánico, desde el Amazonas hasta Mongolia, está el ritmo. El tambor, el canto, el trance: puertas sonoras a otras realidades.

Entonces… ¿qué pasa cuando bailamos? ¿Qué pasa cuando nos entregamos al sonido? Tal vez, por un instante, nos alineamos con esa frecuencia original, la que mueve a las estrellas y agita el polvo cósmico. Tal vez el techno, el ambient, el dub, no sean solo géneros musicales, sino llaves. Rituales modernos. Resonancias que despiertan memorias antiguas.

Porque al final, no es que escuchamos música. Somos música.

Y quizás, cuando todo esto termine —cuando los cuerpos se apaguen, cuando la historia se olvide, cuando el tiempo deje de existir—, lo único que quedará de nosotros será un eco. Una nota flotando en el gran silencio, repitiéndose en la eternidad. Como un canto más en la sinfonía del universo.

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