James Blake (Enfield, Reino Unido, 36 años) no sólo rompe esquemas en lo musical. También lidera una cruzada contra los derivados de una industria en la que irrumpió hace más de una década con su cautivadora combinación de ritmos electrónicos y melodías agridulces.
Ganador del Mercury y de dos premios Grammy, Blake ha defendido la causa de los músicos en un contexto cada vez más difícil para quienes intentan vivir de su trabajo. Conocido por su música delicada e introspectiva y por una personalidad reservada, no ha dudado en romper con su discreción habitual en los últimos meses con fuertes declaraciones públicas.
Hace unas semanas se dio cuenta de que, a pesar de tener más de 700. 000 seguidores en Instagram, sólo 3. 000 habían visto uno de sus últimos stories. «Cada vez que cuelgo algo en las redes, el algoritmo lo manda a la mierda», dice. Decidió plantar a la tiranía de las redes, pero también a los gigantes de la venta de entradas, teniendo en cuenta que sus seguidores ni siquiera tenían acceso a información sobre sus conciertos. «No voy a seguir pasando por monopolios. No voy a permitir que mis fans y yo seamos estafados por gente que no valora la música en directo como nosotros», publicó en sus redes a finales de septiembre, anunciando que favorecería a las plataformas alternativas que fueran transparentes sobre el uso de los datos. «Me niego a someter a mis seguidores a las absurdas sumas de dinero inexplicables que deben pagar para verme en directo». Para alguien con su éxito, sería fácil callarse. Pero Blake no hace las cosas como otros músicos. A finales del año pasado organizó una exposición en la Tate Modern de Londres en colaboración con Bowers &, Wilkins, marca líder de auriculares y altavoces.
Fue una experiencia envolvente presentar su sexto álbum, Playing Robots into Heaven, más allá de una simple muestra al uso. No sólo fue una propuesta musical, sino también artística, de la mano del colectivo londinense Crowns &, Owls y el dúo de directores y fotógrafos The Reids. Entre una entrevista con su ídolo, Brian Eno, y diferentes vídeos que convertían en imágenes sus paisajes sonoros, Blake salió a pinchar el subsuelo brutalista del museo ante una multitud de admiradores que habían conseguido las entradas comprando una edición especial de su vinilo. La iniciativa evocaba un tiempo ya lejano: aquella época gloriosa, entre mediados de los 90 y principios de los 2000, en la que músicos de gran alcance comercial, como Radiohead o Björk, supieron aliar la electrónica más sofisticada y el arte visual, antes del streaming y los cambios estructurales que vinieron poco después. «Ahora no hay dinero para estas cosas», lamentaba Blake meses después, durante una videollamada, desde su casa de Los Ángeles, donde vive con la actriz y presentadora Jameela Jamil. «Antes las discográficas se arriesgaban. Ahora parece que su trabajo es sólo subir tu música a Spotify».
Lleva meses preparando este paso adelante, preocupado por el futuro de los músicos que no se pliegan a las reglas de lo comercial y consciente de que muchos no tienen sus privilegios. «No es más difícil hacer música innovadora, sino sobrevivir como artista que se dedica a hacer ese tipo de música», dice. Tuve la suerte de empezar justo antes de que el algoritmo tomara el control y las discográficas dejaran a los artistas a su libre albedrío. Ahora, cuando firmas con un sello, te preguntan dónde está tu canción viral o tu vídeo viral en TikTok. Solo financian cosas que ya tienen éxito». Si hubiera debutado hoy en lugar de hace 13 años, ¿habría tenido la misma carrera? «Probablemente no», admite. «No me gustan las redes sociales. Los artistas que triunfan hoy son los que gestionan bien las redes». La propuesta queda en segundo plano.