En una sociedad cada vez más psicologizada, las personas tienden a autodiagnosticarse para identificar los malestares psíquicos de nuestra época. Entre estos malestares, destaca una desconexión emocional con la realidad que provoca tedio, aburrimiento, desazón, desafección y, en términos clínicos, anhedonia, es decir, la falta de deseo de realizar cualquier actividad. Este cortocircuito emocional crea una grieta entre el mundo y nuestra capacidad de acción, resultando en una incapacidad para experimentar placer.
Parece paradójico que en una sociedad que nos insta constantemente a buscar el deleite y la felicidad, lleguemos a sufrir su ausencia total. Esta constante búsqueda encierra una cara siniestra. Vivimos en un entorno saturado de estímulos que nos incitan a una productividad constante: viajes low cost, películas, pódcasts, series, actividades, aplicaciones de citas… Todo se ha convertido en objeto de consumo y, como consecuencia, nosotros mismos estamos siendo consumidos por este afán de mantenernos siempre activos. El homo consumens termina siendo consumido por el consumo.
El término francés ennui, utilizado ampliamente por pensadores y literatos desde el siglo XIX, corresponde al concepto italiano noia y al spleen de Baudelaire. Estas palabras describen un sentimiento de apatía, incapacidad para sentir, y falta de deseo. También se relacionan con la abulia, es decir, la falta de voluntad o de deseo. En definitiva, el ennui se asocia con una pesadez vital que nos impide proyectar nuestro deseo hacia alguna meta y disfrutar de la vida.
Carlo Michelstaedter, un filósofo poco estudiado, señaló que la “infinita variedad de cosas” a las que estamos expuestos (redes sociales, publicidad, promesas de plenitud, interminable oferta de acción) nos hace sentir una pesada y molesta gravedad. Hay tanto por hacer que terminamos agotados ante la necesidad de decidir hacia dónde dirigirnos. La dictadura de lo mucho nos llena de fracaso y desilusión. El vasto abanico de posibilidades nos sumerge en un extenuante laberinto emocional: hacemos mucho, pero este hacer resulta vacío y estéril.
María Zambrano escribió en “Hacia un saber sobre el alma” que hemos llenado nuestras vidas de “maravillas mecánicas y cachivaches”, mientras “el alma y el corazón quedan vacíos y las horas, liberadas del trabajo opresor, transcurren más oprimidas todavía”. Nos hemos llenado de cosas que nos vacían por dentro. Michelstaedter añadió que “nunca una vida está satisfecha de vivir en el presente, ya que es vida en tanto que continúa, y continúa en el futuro lo que le falta por vivir”. Pero, ¿qué sucede cuando el futuro parece vacío, cuando ninguna promesa venidera puede colmarnos?
El ennui, ese tedio o desgaste vital causado por la tiranía de lo mucho, se ha convertido en una estrategia mercadotécnica: la única salida a nuestra apatía es desear más y más. Los emporios económicos quieren que nuestra voluntad nunca se detenga, que vaguemos en busca de nuevos productos o experiencias con la esperanza de alcanzar una satisfacción plena que nunca llega.
Mark Fisher llamó a esto “anhedonia depresiva”: nuestro deseo de objetos y experiencias se ha mercantilizado, dejándonos abatidos porque nada nos colma. Es tiempo de recuperar nuestra capacidad de atención y enfrentar la auténtica crisis de nuestro deseo, con el que no solo se comercia, sino que se nos manipula emocionalmente.