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En 1984, se estrenó en los cines de Colombia una cinta que les cambiaría la vida a muchos: Beat Street marcó la entrada de la escena break dance y de paso dio inicio a la escena electrónica que este año cumple 30 años. Un reportaje a los pioneros.

Cuando dj Fresh abre el portón verde del conjunto residencial donde vive en el centro de Bogotá, aparece una fila de casas blancas rodeadas de jardines y árboles de sauco. También hay uno que otro grafiti salpicado en la pared y hacia el fondo, donde ya no se oye el ruido de la ciudad, está su casa. “La mayoría de estos edificios están vacíos. Vivir aquí es muy tranquilo”, asegura, mientras cruza el zaguán de la entrada. En la sala tiene una colección de más de 1.000 vinilos, una rocola y su estudio de grabación donde hace sets de música que publica en internet. Fresh, un ícono de la electrónica del país, se ve cansado. Varias canas se asoman por debajo de su boina Kangol, marca insignia de los break dancers ochenteros. Su aventura musical, como la de muchos dj colombianos, comenzó en 1984, hace 30 años.
Más al norte de la ciudad, Gerardo Pachón, apodado Gerard, camina entre andamios, baldes de cemento y obreros. “Ya en unos 15 días terminamos la obra y vamos a lanzar una fiesta superexclusiva”, comenta a propósito de La Octava, su nueva discoteca en Chapinero. El edifico, un monolito negro, se eleva cuatro pisos. Por dentro, púas de espuma que sirven para amortiguar el sonido recubren las paredes. Gracias a que caben más de 1.000 personas y a que cuenta con lo último en sonido, Gerard tiene fe de que en poco tiempo su rumbeadero se convertirá en el próximo lugar hip de la ciudad. “Queremos concentrarnos en música house, que sea bailable pero nada tan fuerte como el techno”, dice. Su pinta casual y relajada no parece la de alguien de 46 años. Mastica chicle, se mueve enérgicamente, mira su celular cada cinco minutos.
En el barrio La Macarena, Daniel Broderick, mejor conocido como Dani Boom, se asoma con su hija por la ventana de un cuarto piso, saluda y suena el timbre. Al igual que su padre, el escritor Joe Broderick, quien reside en Colombia desde los sesenta, Boom, de 38 años, es alto y delgado. En un pequeño cuarto tiene todos sus equipos: máquinas de ritmos, mixers, sintetizadores, samplers, su computador y un piano eléctrico. “Aquí hago loops de música, ejercicios rítmicos, pero casi nunca los subo a internet. Estoy en un punto donde siento que no tengo que publicarlo todo”, cuenta. En los ochenta, su educación no fue estricta, le gustaban películas como Rodrigo D: no futuro, la escena punk y el flamenco, género que años más tarde estudiaría en Europa, donde entró en contacto con la escena que le cambiaría la vida: el rave.

Un hilo ha unido la vida de estos tres hombres tan dispares: la electrónica, una música que se remonta a comienzos del siglo xx, específicamente a 1911, año en que el futurista italiano Balilla Pratella publica el Manifiesto técnico de la música futurista. Poco después, su colega Luigi Russolo escribe El arte de los ruidos, una famosa carta que presagia el cambio dramático que sufrirá la música en las próximas décadas. “Si hoy, que poseemos quizá unas mil máquinas distintas, podemos diferenciar mil ruidos diversos, mañana, cuando se multipliquen las nuevas máquinas, podremos distinguir diez, veinte o treinta mil ruidos dispares, no para ser simplemente imitados, sino para combinarlos según nuestra fantasía”, escribe. Los futuristas buscaban una nueva música que consonara con el ruido, no siempre armónico, de los tranvías, automóviles y espacios industriales.

Luego, hacia 1950, en Francia y Alemania aparecen las primeras canciones electrónicas gracias a nuevos dispositivos que permitían descontextualizar, cortar, pegar y superponer sonidos, para así alterar la estructura de las grabaciones. “El gran mérito de esos dos países es que desarrollan un nuevo estilo. Ahí se encuentra el origen de la electrónica”, sostiene Gabriel Odín, dj colombiano. Pasarían muchos años antes de que esa música evolucionara a un formato popular. La Segunda Guerra Mundial había dejado profundas secuelas en Europa, sobre todo en las nuevas generaciones alemanas, que tenían que vivir con el estigma heredado de sus padres y abuelos. “Había una especie de racismo que no les dejaba tener una cultura propia y entonces los que nacieron después de la guerra tuvieron que crear un nuevo folclor alemán, y de ahí viene el Krautrock, una música que incorporaba las nuevas tecnologías”, asegura Tato Lopera, fundador de Estados Alterados.

En 1970, Kraftwerk [Estación de poder], el mayor exponente de ese movimiento, se convierte en uno de los primeros grupos en popularizar el sintetizador. Simultáneamente, otras culturas empiezan a apropiarse de ese instrumento, que pronto permea todos los sectores de la música comercial, desde el rock progresivo, en bandas como Pink Floyd y Emerson, Lake and Palmer, hasta el disco, género que sufre una revolución electrónica gracias a la canción I Feel Love, grabada en Múnich en 1977 por Donna Summer y Giorgio Moroder. El compositor inglés Brian Eno, quien en ese entonces producía la trilogía de Berlín de David Bowie, corrió a donde este después de oír la canción de Summer y le dijo: “He escuchado el sonido del futuro”.
En Colombia, como en el resto del mundo, el disco explota con un evento específico: el estreno de Saturday Night Fever (1977), película sobre un joven de Brooklyn (John Travolta) que durante el día trabaja vendiendo pintura, pero que de noche se transforma en la estrella de la discoteca 2001 Odyssey. De repente, llega al país la moda de capules, camisas brillantes y zapatos con plataforma. Todos querían bailar como Travolta. “Comenzaba la onda de los dj y me fui a Nueva York a comprar luces, espejos y máquinas de humo para abrir La Disco”, recuerda Willi Vergara, locutor y melómano. En su club, al igual que en otros, se abriría la puerta a una cultura de baile hedonista y promiscua, que fue rápidamente apropiada por la comunidad gay, y que más adelante daría pie a la música electrónica como se conoce hoy, principalmente el techno de Detroit y el house de Chicago.

Tanto Fresh como Gerard recuerdan que en 1984 el disco seguía en boga, a pesar de que ya se le había declarado la muerte en Estados Unidos. La vida de ambos tomó un giro drástico ese año. Fresh vio por primera vez la cinta Beat Street, sobre la escena del break dance y el hip-hop –que incorporaba sonidos electrónicos– en Bronx, Nueva York. “La vi y me cambió todo el concepto. Me conecté. Salías a la esquina y había manes pendientes de tus movidas. Cada uno hacía sus rimas y bailes. Había batallas entre barrios con música de Kraftwerk y Afrika Bambaataa. Había una rebeldía en la forma de vestir, de caminar, de ser diferente de la gente del sistema que trabajaba”, recuerda. Esa escena duró dos años, y poco después, en 1988, Fresh se volvió dj “por necesidad y para tocar toda la música que tenía”. Mezclaba en Rumba Latina, en el centro de Bogotá, y los domingos en Atlántida, en el barrio 20 de Julio.

Mientras que Fresh veía Beat Street, Gerard y su hermano Nick oían música electrónica por primera vez en Radio Fantasía. “Luis Forero, uno de los dj de la emisora, tocaba los fines de semana de 8:00 a 12:00. Nos gustó tanto lo que hacía que lo buscamos y nos hicimos amigos. Cada seis meses, Luis traía vinilos de Estados Unidos y le comprábamos algunos”, dice Gerard. Su padre, un ingeniero de sonido, les ayudó a conseguir sus primeras tornamesas, agujas y mixers. Poco a poco, gracias a los vinilos que importaban y a los que conseguían en tiendas como Fame, en Unilago, amasaron una importante colección de la más reciente música, que cada vez se distanciaban más del disco.

A comienzos de los ochenta empezaba a nacer un nuevo sonido en Estados Unidos. En Belleville, un pueblo al sur de Detroit, Juan Atkins, Derrick May y Kevin Saunderson, tres amigos afroamericanos de clase media, entran en contacto con Kraftwerk y otras bandas electrónicas europeas. Para distanciarse de los ritmos del gueto, se dedican a experimentar con esa música, pero adaptándola al contexto de Detroit, una ciudad industrial, mecánica, ruda, golpeada por la recesión. De sus manos surge el techno. Mientras tanto, en Chicago, del otro lado del lago Michigan, la comunidad negra gay rescata los sonidos del disco y los fusiona en rumbeaderos como The Warehouse y Musicbox con ritmos de batería y con géneros como el funk y el soul, creando el house, un género en el que se extraían las mejores partes de las canciones y se mezclaban para generar la máxima cantidad de energía posible en los clubes.

Cuando se acaba esa década ya había una nueva cultura musical que se había esparcido por todo el mundo. En 1990 Gerard abre Cinema, una de las primeras discotecas de la escena electrónica bogotana. “Cinema arrancó como un bar gay que combinaba pop británico y dance. Luego, gracias a las sugerencias principalmente de extranjeros, se convirtió en un espacio exclusivamente de electrónica adonde iban a rumbear algunas de las personalidades más importantes de la vida nacional”, asegura. De la nada empiezan a aparecer, no solo en la capital, sino en varias ciudades de Colombia, clubes y establecimientos de house, techno y más adelante trance.

Mientras tanto, en 1991, Dani Boom, entonces de 15 años, aterriza en Irlanda para estudiar guitarra clásica. Sin embargo, a través de la bbc y de programas de radio se percata de un nuevo sonido que tenía a Inglaterra como epicentro: el acid house, el eslabón entre el house y el techno. Esa música hacía parte de la recién formada escena rave, un movimiento –propulsado por el consumo de éxtasis– que funcionaba como la antítesis de los clubes exclusivos y formales. En vez de cobrar por la entrada y tener listas de invitados, el rave proponía espacios informales de baile, como bodegas desocupadas, bosques o hangares de aeropuertos. Boom entra en contacto directo con esas fiestas en 1994 y con varios amigos decide importar esa escena a Bogotá. “En las fiestas le entregaban a uno el panfleto de la próxima. Era muy underground”, recuerda Gonzalo Rodríguez, programador musical de la franja electrónica de Radiónica.
En esa época, a mediados de los noventa, despega y se consolida la carrera musical de los tres: Boom, de la mano de varios colectivos arma rumbas clandestinas en La Candelaria, las faldas de Monserrate y el norte de Bogotá, después funda el Festival Bogotrax y se une a Systema Solar, grupo que mezcla música electrónica con ritmos autóctonos y que ha sido aplaudido internacionalmente; Fresh, con sus mezclas eclécticas, se vuelve un referente tanto en las discotecas como en el mundo del rap bogotano, en el que les mezcla a bandas entonces emergentes como La Etnia y Gotas de Rap. Más adelante incursiona, como Boom, en sonidos colombianos y apadrina a varios break dancers del sur de Bogotá; y Gerard, por su lado, convierte a Cinema en uno de los clubes más importantes de la ciudad y se dedica a traer a dj de talla mundial, como Sasha y Carl Cox.

Cada uno, a su manera, ha sido clave para que hoy la capital sea un referente de la electrónica en América Latina. Al igual que muchos otros personajes, los tres le entregaron su vida a un género que con el paso del tiempo se ha convertido no solo en una escena importante, sino también en una cultura que define, quizá mejor que cualquier otra, nuestra modernidad. “A veces todavía saco los bafles, la tornamesa y me pongo a tocar en la séptima los domingos. Nadie le paga a uno por hacer cultura. Se hace si a uno le gusta. Y de eso se trata”, asegura Fresh, justo antes de salir por el portón verde de su conjunto en el centro de Bogotá.

Por: Christopher Tibble* Bogotá
Fuente: revistaarcadia.com