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And nothing can never be the same again. Grant Morrison, sobre el viaje en bicicleta de Albert Hoffman

Durante las hambrunas de la Edad Media, la ingesti?n de pan de centeno enmohecido con el Claviceps purpurea, un hongo conocido com?nmente como cornezuelo (ergot, en ingl?s), provocaba el fuego de San Antonio, una enfermedad que ocasionaba que los dedos perdieran sensibilidad y se ennegrecieran, como si se calcinaran, desprendi?ndose a pedazos, para posteriormente provocar la muerte aunque se hubiera amputado el miembro enfermo. Hoy se conoce este padecimiento como ergotismo o gangrena seca.


Durante d?cadas las parteras utilizaron el cornezuelo para ayudar a las mujeres a alumbrar, pues sab?an que provocaba contracciones activas en el ?tero; sin embargo, una dosis equivocada pod?a provocar la muerte de la madre, del beb? o de ambos. No fue sino hasta finales del siglo XIX cuando el cornezuelo fue analizado qu?micamente, y hacia 1935 se hab?an identificado tres alcaloides: ergonovina, ergotina y ergotamina. En todos ellos se encontraba presente una sustancia aislada por un joven cient?fico suizo de apellido Hoffman: el ?cido lis?rgico.

Albert era un hombre de ciencia, un qu?mico farmace?tico que trabajaba en los laboratorios Sandoz de Basilea, en su natal Suiza. All? afuera era 1938, corr?an a?os dif?ciles para Europa y el mundo. Pero en el interior del laboratorio lo ?nico que le interesaba a Albert era encontrar un nuevo f?rmaco para estimular la circulaci?n sangu?nea. Hab?a estado trabajando con el ?cido lis?rgico debido a su estructura qu?mica similar a la koramina, un estimulante circulatorio utilizado con ?xito previamente. El 2 de mayo de 1938, en su vig?simoquinto experimento, Albert a?adi? un grupo qu?mico, dietilamida, y obtuvo un compuesto nuevo, el ?cido lis?rgico dietilamida que, tras algunos refinamientos, acabar?a llam?ndose tartrato 25 dietilamida del ?cido dextro—lis?rgico y bautizado en alem?n por Albert como Lyserg Suare Diethylamide o LSD. Pero la nueva sustancia no arroj? resultados satisfactorios al ser probada en animales y qued? dej? olvidada, en los anaqueles del laboratorio de Sandoz, durante cinco a?os. Cinco a?os durante los cuales el propio sue?o durmi?.

El LSD es soluble en agua, inodoro, incoloro e insaboro. Nunca se ha reportado una muerte humana por sobredosis.

“Un peculiar presentimiento” llev? a Albert a desandar el camino y volver a la Lyserg Saure Diethylamide en 1943. Se hab?an desarrollado nuevos m?todos de escrutinio qu?mico y el farmac?utico intu?a que algo se escond?a en la variaci?n n?mero veinticinco de su creaci?n.
Era primavera, un 16 de abril en el que el mundo herv?a entre las llamas de la guerra mientras Suiza, desde su posici?n neutral, no era ajena a la angustia b?lica pero s? a la violencia. Ese d?a Albert manipulaba diversos alcaloides erg?ticos, incluido su hijo problema, cuando accidentalmente una cantidad m?nima lleg? a su fluido sangu?neo y de ah? a su cerebro. La escena es, por lo menos, escalofriante. Un sabio suizo trabaja afanoso en el laboratorio aligual que su compatriota ficticio, el doctor V?ctor Frankenstein, ambos tienen monstruos en sus mesas de trabajo acech?ndolos, s?lo que los dos lo ignoran y, cuando menos lo esperan, sus creaciones los encaran.
El c?mo lleg? el LSD a su sangre es algo que el propio Albert ignoraba cincuenta a?os despu?s.

El LSD tiene buena absorci?n gastrointestinal, pero ?nicamente el uno por ciento de la dosis ingerida logra penetrar la barrera hematoencef?lica (BHE), que es el filtro membranal que discrimina las sustancias presentes en el flujo sangu?neo que llegan al cerebro.

Albert hab?a cristalizado ya la dietilamida de ?cido lis?rgico cuando comenz? a senitrse indispuesto.
Un malestar inusual, descrito despu?s como “una sensaci?n de intensa agitaci?n y un ligero aturdimiento”, hicieron que el qu?mico se disculpara y retirara a casa, donde lo recibi? la ausencia de su esposa e hijos, que hab?an salido a vacacionar unos d?as. Durante un par de horas Albert, recostado en cama con los ojos cerrados (la luz resultaba demasiado molesta), experiment? un estado de duermevela en el que la realidad parec?a desvanercerse en un tapiz borroso de colores brillantes para mezclarse con im?genes on?ricas que parec?an s?lidas, tangibles. La sabrosa pesadilla fue desapareciendo gradualmente. Ciento viente minutos despu?s se hab?a ido, dejando al qu?mico confundido.
Un hombre superticioso hubiera corrido a ser exorcizado. Un hombre com?n seguramente habr?a buscado el consejo de un psiquiatra. Albert era un cient?fico. Decidi? repetir la experiencia bajo control y observaci?n. Decidi? experimentar en su propio cuerpo.

Sesenta y dos a?os despu?s de haber sido sintetizada, la forma de actuar del LSD sobre el cerebro humano sigue siendo un misterio. Se sabe que afecta los receptores de la serotonina (5—hidroxitriptamina), que es uno de los neurotransmisores m?s importantes (la mayor?a de los alucin?genos tienen efectos seroton?nicos), y que influye en los procesos de sinapsis. Pero no se sabe mucho m?s.

Al principio, Albert pens? que lo que le hab?a afectado hab?a sido la inhalaci?n de dicloroetileno, una sustancia similar al cloroformo con el que hab?a estado trabajando, por lo que tres d?as despu?s—repuesto ya—inhal? el solvente. No pas? nada. As? que por eliminaci?n dedujo que la ?nica sustancia extra?a a la que pod?a responsabilizar de su delirio artificial era el LSD—25.
Albert era un hombre de ciencia. El siguiente lunes 19 de abril, a las 4:20 de la tarde, el qu?mico disolvi? 0.25 miligramos de su creaci?n en agua, casi ocho veces la dosis necesaria para obtener efectos, y se la bebi? en presencia de su asistente. El monstruo hab?a escapado de su jaula.

Muchos mitos se han tejido alrededor de los efectos del LSD. Tanto los que hablan a favor de su uso como los que est?n en contra parecen exagerar. Es casi imposible encontrar una versi?n objetiva. Lo cierto es que es muy dif?cil comprobar que sirva para amplificar la creatividad, como tampoco es una regla el que desencadene locura previamente oculta. Lo ?nico cierto es que cada usuario tiene una experiencia diferente. Algunos encuentran el cielo, otros el infierno, pero todos artraviesan las puertas de la percepci?n.

Albert comenz? a sentir los mismo efectos de la experiencia anterior, pero en pocos minutos las sensaciones fueron intensific?ndose hasta que el estado de sopor se transform? en un malestar delirante. Pidi? a su asistente que lo acompa?ara a casa. Montaron en sus bicicletas (eran tiempos de guerra) y comenzaron a pedalear los seis kil?metros que mediaban entre el laboratorio y la casa del qu?mico. Durante el viaje en bicicleta m?s importante del siglo, Albert sinti? que el tiempo se gelatinizaba. Los colores ocres de la primavera suiza adquirieron un brillo intenso, antes desconocido para Albert, que se filtraba dolorosamente en sus ojos. Entonces descubri? nuevos colores, que palpitaban r?tmicamente frente a sus ojos, sincronizados con los sonidos que escuchaba. Ante su visita desfilaba un carnaval caleidosc?pico de im?genes que se entremezclaban en espirales infinitas. A kil?metros de distancia, Albert sent?a sus piernas pedalear dificultosamente, como si lo hiciera sumergido en un estanque de aceite. La sensaci?n de que su conciencia se separaba por momentos de su cuerpo llegaba a intervalos irregulares mientras ve?a el trinar de unos p?jaros convertirse en un estallido azul y el murmullo de un auto burbujear en tonos rojizos. Una parvada de aves cruz? su campo visual como amibas luminiscentes flotando en agua. Si Albert se hubiese fijado en los ?rboles, habr?a descubierto que eran an?monas luminosas que sacud?an sus tent?culos al ritmo de un viento cuyo silbido se hab?a transformado en una bruma azulada que se deslizaba perezosamente, paralela al horizonte. Pero estaba demasiado ocupado con los demonios que revoloteaban a su alrededor. “No nos movemos, ?no nos movemos nada!”, grit? alarmado el qu?mico a su asistente, quien no lograba comprender el p?nico de su jefe en medio de un apacible d?a de primavera. Las sensaciones de tiempo y espacio hab?an desaparecido para Albert.

Los efectos de una dosis de LSD, es decir, un viaje, duran de 10 a 12 horas, aunque la permanencia de la sustancia en el sistema nervioso central o vida media es de tres horas. Su utilizaci?n no deja secuelas org?nicas, pero un mal viaje puede ocasionar severos trastornos emocionales. Normalmente ?stos se presentan en personas con previos desequilibrios nerviosos. Aunque no siempre.

Lo que sigue importa poco. Si llegaron a la casa de Albert, si mandaron pedir leche a la casa de los vecinos y ?sta tuvo un nulo efecto antit?xico en el qu?mico. Si lleg? un m?dico que no enocntr? m?s anomal?as en Albert que unas pupilas excesivamente dilatadas. Si el primer viaje de ?cido autoinducido de la historia dur? m?s de diez horas. Si al siguiente d?a Albert se levant? como si nada.
?Qu? mano invisible, qu? fuerza c?smica llev? a un humilde qu?mico suizo a desencadenar la droga alucin?gena m?s poderosa de la historia? El 19 de abril de 1943 marcar?a un parteaguas en la historia de la humanidad, una dulce cicatriz casi tan profunda como la abierta el mes de agosto de 1945, un acontecimiento casi tan grande como lo de julio de 1969. Casi.

Est? m?dicamente comprobado que el LSD no produce adicci?n.

Despu?s habr?an de venir el doctor Gordon Wasson con el aislamiento de la psilocibina y el descubrimiento de la presencia del ?cido lis?rgico en la ololiuqui o semillas de la virgen; Timothy Leary (quien result? oreja del FBI) y Richard Alpert, Aldous Huxley y Allen Ginsberg, Ken Kesey y Hunter S. Thompson y muchos m?s; el retiro del LSD del mercado por parte de Sandoz; la revoluci?n psicod?lica de los sesenta; los laboratorios clandestinos, el mercado negro; los Beatles; la paranoia de los militares y la CIA; el plan asesino de impregnar con ?cido el traje de buzo de Fidel Castro; las drogas de dise?ador; los raves, las tachas y los aceites; la DMDA, el STP…
Albert presenci? todo lo anterior, fue un testigo activo del siglo, pero para entonces estaba m?s all? de todo eso. Pas? a la historia pedaleando un bicicleta suspendida en el tiempo que no va a ninguna parte, congelada para siempre en alg?n punto de los seis kil?metros entre los laboratorios Sandoz y su casa.

Una peque?a pedaleada para el hombre, un gran viaje para la humanidad.